dilluns, 26 de febrer del 2018

Sonrisa

Quince minutos.
Para un observador cualquiera, el leve asentimiento habría pasado desapercibido. Pero para Nicolás era suficiente.
Sonia le había escuchado. Era momento de hacer todo lo demás; atravesó el mismo pasillo que había recorrido doce veces en el último cuarto de hora.
Quince.
La jarra, no te olvides de la jarra. Cuidado con el carromato.
Jesús, cuantos cacharros inútiles en un plató, de verdad.
Mierda, ¡el agua!
—¿Dónde hay un vaso y una…?
—En la Sala.
—Ah, ya.
Quince. No, catorce. Hasta puede que trece.
Voy tarde, muy tarde. Me falta el guion, revisar luces, maquillaje. La conexión… ¿He revisado las preguntas? Sí, sí, eso seguro.
—¡Ostras, y el agua!
Tenía que salir perfecto. Nicolás buscaba entre los crusanes y el zumo en polvo de los estudios de televisión la forma inconfundible de un vaso. Ahí estaban los de catering, pero por nada del mundo Sonia habría bebido de uno de ellos.
Cristal. Cristal…
Ahí.
En algún momento se le secaría la garganta.
Nicolás, armado de una botella, también de vidrio, cruzó la puerta antincendios, pintada de negro como las paredes, el suelo y los techos del estudio.
Quizá, si hubiera tomado la breve precaución de plantearse qué distingue una puerta corriente con una de emergencia, habría caído en la cuenta; la barra antipánico.
Cegado por la prisa y el atropellar de pensamientos, golpeó con la cadera y dio un traspiés sobre sí mismo.
Si todo hubiera sido de plástico.

—¡Diez!
—Fuera de Maquillaje.
—Ponte ahí. Revisa cámaras 3 y 5.
La escoba no estaba en el armario. Tuvo que cogerla de un carro de la mujer de la limpieza. Es cierto, Nicolás no debería de estar ocupándose de algo tan insignificante como aquéllo. No cuando de su trabajo dependía la voz con la que el país se dirige a sus ciudadanos. No cuando de ese fiel y eterno teatro dependen tantas bocas privilegiadas.
Tal vez, lo que debería haberse mencionado antes es que la sacralidad con la que Nicolás servía a Sonia se había ido mortalizando en las últimas semanas. El padre de Nicolás había insistido: él tenía carisma y, por qué no probarlo; ser satélite del partido le enseñaría unas cuantas cosas. No se equivocó, en absoluto.
—¡Entramos en tres, dos…!
La observó, sabiéndolo. Expectante del truco de trapecistas que, como regente del circo, había visto cientos de veces. Sabía cual era el juego de manos en casi toda su complejidad. Sabía dónde tenía que mirar para ver el segundo conejo agazapado en el falso fondo de la chistera: pero no podía dejar de sentirse fascinado ante su ejecución.
Ahí estaba, ya llegaba. La pausa a media frase, inspiración dramática, vista al suelo y…
La sonrisa.
Las palabras eran un eco en el vacío del estudio. Como si las hubieran robado de una sala de estar, donde miles de personas escucharían en su estado natural, a través del televisor, dentro de sus casas a una invitada acogida a la mesa familiar.
Un rostro conocido, amable y sonriente; inofensivo.
Diciendo a la despreocupada familia, de la que ella forma parte en aquel salón, que un cambio en la forma de tratarles cuando algo les duela y tengan que ir al hospital lo hará todo más fácil. Es por su bien y por el del resto de ciudadanos.
¿Por qué desconfiar? Está aquí, y en mi casa todos son buenos, es donde me relajo porque confío en todo el que está aquí, en mi casa.
Pásame esas croquetas que han quedado buenísimas, Juan.
¡Pues claro que voy a creer a la muchacha!

Entonces, vio como Sonia, tras una de esas pausas, lanzaba una rápida ojeada a su derecha, donde debería haber un vaso de cristal, lleno de agua.
El agua. Se podía dar por despedido, si no al menos reprendido hasta Dios sabe cuando. Un acceso de escalofrío atravesó como un rayo su estómago, pero duró tan sólo el fulgor, sin llegar al estruendo. Porque tal y como le había atravesado, el malestar y la preocupación se mezclaron con su, por qué no decirlo, aversión hacia Sonia.
Sin escuchar la retahíla de palabras vacías y sin vida que ella recitaba sobre el atril, su mirada y su mente vagaron hacia el vaso inexistente al lado de Sonia. Atravesó su memoria y se perdió en un vaso que sí había visto, esa misma mañana.
El vaso que Sonia llenaba, con una sonrisa que poco se parecía a la ensayada mueca de ahora. Mientras el chorro llenaba a intervalos el vaso del hotel, los colmillos de Sonia captaban todo el protagonismo de su rostro. De reojo, porque en raras ocasiones se dignaba a dirigir sus ojos hacia los de Nicolás, Sonia le había dado una lección vital que jamás debía olvidar.
Algo que si tenía siempre en mente, le elevaría por esa masa estúpida de gente que es el rebaño; votantes.
—Es muy sencillo, chico. —Sonia vertió el último hilo de agua sobre su vaso. Esperó a dejar la botella sobre el mantel blanco antes de continuar. —Saluda a cada nuevo día, periodistas, hasta a las señoras de la Gran Vía con la mejor sonrisa que tengas. Así no sabrán lo que planeas hacerles en realidad.
>>Eso es hacer política.

diumenge, 12 de novembre del 2017

Los sueños que abandonamos

—No. Se acabó.
Aquí estaban. Dos palabras, dos simples palabras que mordían su consciencia desde hacía meses. Una amenaza más que anunciada, en ese silencio opresivo que es una relación vacía.
Dos palabras que llevaban demasiado tiempo ahogándose en la boca de ella.
—¿Pero cómo que...? —Él da un paso vacilante que es rechazado por la decidida resolución de ella. —¿Y ya está?
—¿Qué más puedo hacer? ¡¿Eh?! —Al fin, las lágrimas que habían estado pendidas en sus ojos se deshicieron en un amargo degoteo —¡Ya no aguanto más! Estoy asfixiada aquí dentro. Me ahogo. No puedo respirar. Cada día igual. Siempre lo mismo...
Recuperado, iba a implorar que pensara. No se reconoció a sí mismo que no podría hablarle de los últimos años, grises, que le habían echado a perder hasta el punto de no saber quién era.
No. Le hablaría de Moscú, de París y de aquella semana en Londres.
Pero una pregunta desarmó su pensamiento. Unas palabras que le volvieron a dejar como el harapo frío y vulnerable que era cada vez que se miraba al espejo.
—¿Cuanto hace que no tocas?
El frío se convirtió en opresión. Un nudo le estranguló y pronunció unas palabras que ella no pudo escuchar. Ante sus silencio, él consiguió reponerse; lo había hecho por el mejor de los motivos.
Lo hizo por amor.
—¿Qué importa eso ahora?
—¡Todo! ¡Maldita sea! ¡Todo!
Y ella se dejó caer sobre el sofá. Él quedó en pie, en mal lugar, queriéndose acercar y temiendo ser rechazado si así lo hacía.
Silencio. Solo ellos y el llanto contenido de ella.
—¿Y el teatro? Quiero ir al teatro.
—Pues iremos al teatro. Si es eso... Iremos al teatro.
—¡Pero es que ese no es el problema! No salimos. No vemos a nadie. ¡Mírate! ¿Quién eres? ¡No sé quién eres ya!
La corriente helada le arrolló. Algo se abrió, una puerta que había estado sólo entreabierta hasta entonces. Dolía, era horrible.
Pero se tuvo que obligar a abrirla por completo; ya no servía de nada sostenerla. Ignorando lo evidente.
Era una habitación con sueños. Un lugar en el que todo eran espejos y un carrusel, donde los sueños giraban al compás de miles de músicas. Un auditorio repleto y él, violoncentista principal, arrancando vítores, abandonado al ardor candente de los mejores movimientos.
Pero los espejos devolvían a un hombre calvo, sin brillo en la mirada ni en la vida.
¿Quién es ese?
—Me voy.
Había cogido la maleta verde. Se la regaló para el viaje a Roma que nunca hicieron.
—Espera...
Ella se detuvo. Era el momento. Sólo la mejor de las palabras la retendría allí, una vez más.
Una única oportunidad.
—Lo arreglaremos.
En cuanto se oyó pronunciarlo, supo que la había perdido. Ella sonrió, irónica e incredula. Exhausta.
Hasta las discusiones eran siempre una repetición de la anterior.
—No. No hay nada que arreglar —Soltó el asa de la maleta. Mal sostenida entre la alfombrilla y el parquet del recibidor, la maleta fue torciéndose hasta caer con un sonoro golpe. —Tú eres el que está roto, Manu. Tú eres el que lleva años perdido ¿Es que no lo ves? Las ganas de vivir, de tocar el violín... De quererme. No te queda nada.
Una gruesa lágrima resbaló hasta su mejilla.
—¿No te das cuenta? Desde lo de la Filarmónica... Ya nada ha sido igual . ¡Renunciaste a todo!
Justo cuando apareció el nombre maldito, llegó. El calor. El fuego ardiente que arrasó con el frío que había estado dentro de él tantos años venciéndole.
—¡Lo rechacé para estar contigo!
—¡No!
—¡Sí! —Él dio varios pasos, abriendo los brazos y gesticulando con una furia que no había sentido en mucho tiempo —No fui por ti. Nos habríamos separado. ¡Yo en Nueva York y tú aquí! ¡Lo hice por ti! ¡Por nosotros!
Entonces, la mirada de ella estalló el globo ardiente. Esperaba gritos, deseaba gritos. Quería defenderse y decirle todo lo que había creído bien hecho. Todo su sacrificio recompensado.
Pero lo que vio en sus ojos fue el peor de los castigos. La peor de las acusaciones.
Lástima.
Todo porque logró desnudar su alma a una verdad que él era incapaz de ver. O que no había querido ver hasta ahora.
—No, Manu. Rechazaste porque eres un cobarde. Temías decirle a todo el mundo que te ibas a Nueva York, pudiendo volver con las manos vacías en pocos meses. Temías las habladurías de envidiosos sin esperanza, tristes. Y mira ahora. Por su opinión y el qué dirán, te has convertido en uno de ellos. Un triste.
>>Abandonaste tus sueño por miedo a triunfar, o peor aun, por miedo a triunfar, y tener que afrontar el juicio de un montón de imbéciles envidiosos. Todo por cobardía.
Ella recogió su maleta y se alejó. No sin antes mirarlo con esos ojos, que dolían infinitamente más que el odio.
Esa mirada de compasión.
—Disfruta de tu mediocridad, Manu. Me voy.

La puerta se cerró. Él vio en la madera pulida, entre los pliegues naturales del árbol, un auditorio de butacas vacías.
Un joven, violín sobre el hombro y una sombra de pasión, sonriendo a Schubbert, Vivaldi, y al resto de milagros de la humanidad que, en otra vida y en otro cuerpo, había amado más que a su propia vida.

dimecres, 1 de novembre del 2017

La Casa de Hiedra

-¡Eh!
Nunca se había encontrado a nadie en aquel sendero.
Atravesaba un bosque muy denso, medio olvidado por el mundo. Nunca esperaría encontrarse con algún vecino. Con un comerciante; ni siquiera con un viajero. Hasta los viejos fantasmas hacía tiempo que habían abandonado el camino.
Por eso le encantaba, porque era muy solitario. Un buen lugar para estar tranquilo; que era todo lo que aquel chico esperaba de la vida. Y lo cierto es que le salió bien ésa vez, como tantas otras, no se encontró a nadie en el camino.
Aunque, a decir verdad y por sorprendente que pueda parecer, tampoco podría decirse que estuviera completamente solo.
-¡Quieto! ¡No des un paso más!
La primera vez había creído que era una mezcla de su imaginación con la realidad. Tal vez cosa de la lluvia. Cayendo en un sordo murmullo sobre las hojas de los árboles, el barro del camino. Sobre los troncos desnudos y sobre las piedras cubiertas de musgo. Que no era, sino, la sinfonía de un bosque abrazando los primeros días de primavera.
Tal vez fue por alguna de esas notas, a las que nosotros llamamos ruido, la que había provocado que uno de intervalos de silencio, pareciese algo que no era. Una especie de “eh”, muy agudo, teñido de reproche.
Pero ahora, el chico buscaba en todas direcciones. Primero en el camino, obviamente; vacío. Turbado tan sólo por la lluvia primaveral.
El joven se quitó la capucha y oteó la penumbra bajo los árboles.
-¡Pero qué bruto! -Una tercera queja, más enojada aun que las dos anteriores, delató a nuestro enigmático personaje.

La gran virtud del instinto es actuar por encima de la razón. Porque si aquel chico hubiese atendido a su razón, jamás habría bajado la vista hasta sus pies.
-Ni me ha visto. ¡Ni me ha visto! - Una rana verde, pequeña y zancuda, se alejaba a saltos inesperados sobre el barro del sendero. - ¡Resulta que mi mujer tendrá razón! No puede uno croar tranquilamente ni delante de su casa. ¡Qué mala educación, la de éste patizambo!
Uno de los mechones empapados y tibio se deslizó sobre su ojo. Pero, por supuesto, ni se inmutó; no se dio cuenta siquiera. ¿quién iba a darse cuenta? A sus pies, una ranita verde movía los labios al son de las palabras que escuchaba.
Como si la rana supiera hacer ventriloquia. O peor, mucho peor incluso; como si la propia ranita verde le hubiera reprochado el casi ser aplastada por su enorme pie.

Sí, él también pensó lo mismo que vosotros ahora mismo. Una mala jugada de la mente. No, espera. Claro. Una alucinación, diréis.

Nuestro joven empapado era también, al igual que vosotros, demasiado mayor para creer en animales parlantes. Aun así, se detuvo. Seguía mirando el tronco caído sobre la vegetación del bosque. Pues, pese a estar tan seguro de sí mismo y de lo mayor que era, sabía que algo no estaba bien.
Vino como un relámpago. La bruja le había lanzado un maleficio, ¡era eso! ¡Pues claro! ¡Cómo no lo había pensado antes? Ahora oía hablar a los animales.
Pero eso era absurdo. Las brujas no existen. Aquella anciana no era una bruja; sería una irmadhïen trotamundos o algo así. Y además, todo el mundo sabe que necesitan decir unas palabras mágicas, o hacerte beber una pócima; o comer una manzana emponzoñada.
Pero pese a que nuestro joven sabía todas esas cosas, tuvo que seguir a la rana malhumorada.
Se encaramó al montículo que separaba los árboles del camino calvo por el que había venido, y del que nunca había salido antes. Aguzó el oído y escuchó. Era como si algo golpeara, cayera o aterrizara sobre hojas secas, de forma casi rítmica. Era la ranita.
Se adentró entre los árboles buscando algo con la mirada. Primero una rana verde, pero después descartó esa idea, era muy pequeña y estaba demasiado oscuro bajo la arboleda.
Así que se dedicó a seguir el sonido de los aterrizajes entre las hojas.
No tardó en perderle la pista. De hecho, nunca la llegó a encontrar.
Pero os aventuro que por inusual que parezca, se olvidó rápido de lo sucedido. Bueno, no se olvidó, nadie podría olvidar algo así.
Podríamos decir que lo apartó en un rincón de su mente por el momento. Porque ahí, en medio del bosque, entre decenas de árboles que ocultaban gran parte de lo que estaba observando, había una casa.

El chico no podía creerlo. Menuda tarde, pensó. Por que, a estas alturas, no habréis pensado que la casa iba a tratarse de la casa de un campesino; normal, sin algo que no se hubiera visto ya en muchas otras casas. No, por supuesto; ésta casa no se trataba de una casa corriente. En absoluto.
Lo que encontró el chico era una casa, sí, pero no se parecía en nada a ninguna de las cosas imaginables.
Los tejados eran inclinados, como el resto de construcciones de casi cualquier pueblo. Pero eran largos, larguísimos; llegaban hasta el suelo. En algunas zonas, la hierba más alta acariciaba las tejas. ¡Una locura! Hierba tocando el tejado, ¿dónde se ha visto algo así?
Además, que los tejados eran muy altos. Tanto, que parecía una casa de dos plantas, siendo solo de una; era como una casa hecha por completo de tejas.
Pero había algo más. Y es que esta casa tenía una torre. Sí, como la de los castillos de los reyes, pero en casa. Era redonda, también, pero acababa en un tejado, también. Una torre coronada con el sombrero de un mago.
Eso es lo que habría pensado el chico si alguna vez hubiese visto un mago en persona. Aunque ya os confieso que suelen ser huraños, melancólicos y solitarios, así que el chico tampoco se perdía gran cosa al no haber hablado nunca con ninguno.
En cuanto a la misteriosa casa de la que hablábamos, debe aclararse algo más. Una última cosa, la más importante
He de reconoceros que no he sido del todo honesto al describiros aquella extraña casa. Sí que es aproximado y cierto lo que acabo de contaros, pero no es en lo primero en que se fijó el chico, ni en lo que os fijaríais, al ver la casa por primera vez. Por supuesto que no. Y hay un buen motivo para que no se fijara en los tejados ni la torre.
Y es que la casa estaba invadida por la hiedra. Lo cubría todo. Desde las paredes hasta el suelo, sobre el jardín, la cerca exterior.
Apenas se sabía si la casa tenía ventanas. No había ni un solo centímetro de pared, puerta, chimenea, cierre, aljaba o cristal, que no estuviera invadido por completo.
La extraña forma de los tejados y la torre se adivinaba por la silueta de la casa, no porque el chico fuese capaz de verlo.
En cuanto a que era de color gris, nuestro joven empapado nunca lo llegó a saber.
Solo existía la hiedra. Hiedra sin mesura y descontrolada. Como si se le hubiese olvidado dejar de crecer.
O como si alguien la hubiese animado a crecer más de la cuenta.

La reja chirrió al pivotar sobre los goznes.
-¡No! ¡No,no,no! ¡No!
El chico dio un paso entre los pilares que franqueaban la puerta, justo antes de que un anciano delgado, de barba gris y túnica azul abriera la casa de un portazo. Trozos de plantas salieron despedidos por todas partes.
Pero la hiedra bajo el pie del chico soltó un ruido que no debería de ser el de una planta.
Y sintió como si un montón de cuerdas se escurrieran entre sus botas.
El anciano se llevó las manos a su sombrero picudo y lo estrujó sobre la cabeza.
-¡Oh, estupendo! ¡Ahora sí que estamos perdidos!

divendres, 18 de novembre del 2016

Eres tan profundamente bueno que solo tienes superficie

Pisó el acelerador. Lo incrustó en la alfombrilla al recordar su sonrisa.
Maldito hijo de puta.
Lo iba a matar, por supuesto que iba a hacerlo. Lo habría hecho allí mismo, justo en ese instante.
El pecho le ardía y casi escuchaba su propia sangre embistiendo sus arterias deseando aplastarle el cráneo. En su bien nutrida imaginación ocurría justo ahora, las entrañas de aquel hijo de puta desparramadas por sus rodillas. Y él sonriendo. Como solo provoca el placer de una venganza bien ejecutada.
No podía esperar, ni un segundo más.

"Eres tan profundamento bueno que solo tienes superfície".
Insultado delante de Clara. Y ella se había reído.
Pero solo era el colofón de un sinumero de risas de tiburón, las que solo desata la ridiculización hacia otra persona.
Hacia él.
Y ella también había participado. Su sonrisa de dientes perfectos entre medio del viciado olor a tabaco, perfume barato e hipocresía.
Clara... La amaba en secreto desde hacía tanto que no podía recordarlo, noches de obsesivas galerías en Facebook; "Clara Montes Garrido".
Sí, lo iba a matar.

El coche en punto muerto en medio de la C-33, a cien kilómetros por hora. Ventanas bajadas y el frío helador en la cara. Hacía rato que se habían secado las lágrimas, necesitaba sentir que algo era tan hiriente como lo que sentía dentro de sí mismo. Todo ese dolor tenía que tener un sentido físico, no puede ser de otra forma.
Quinta marcha. Se ensañó con el cambio: Una, dos, tres veces hundiendo un chasqueante cuchillo en el ojo de aqul cabrón. Mamomanzo. Desgraciado ¿quién ríe ahora?
Le iba a matar. Ya estaba cerca.

La cena de empleados aún no habría acabado. Seguro que después irían a tomar una copa, intentaría trabajarse a Clara, toda la oficina lo intentaría. Incluso el baboso de Antonio. Pero quien se la había ya reservado, en la sala del café esa misma mañana, era aquel hijo de puta.
Una nueva oleada se propagó ardiendo dentro de él. Iba a estallar si no gritaba ahora mismo. Y eso hizo. El golpe eléctrico sobre la muñeca al golpearla una, dos, tres, cuatro, cinco veces sobre el volante.


Ahora a él le tocaba sonreír.
Entre el resquicio del armario, observaba el despreocupado sueño de aquel hijo de puta. La punta del cuchillo arañando la madera del armario mientras miraba, observaba, se relamía extasiado. Casi deseaba que despertase en ese momento.
Más arañazos.
Así vería el rostro de su asesino. Le miraría con con miedo, ¡le temerían! El tío que todos tomaban por un "perdedor sin remedio" ganándole la batalla más importante de la vida.
La de su propia vida.

Sí, saldría ahora.
Más arañazos. Más... ¡MÁS!

En cuanto se despertase por el extraño ruido que venía del armario.

dimarts, 15 de març del 2016

Descenso de un rey

Su dedo se ensañó con el botón. Odiaba los viajes inútiles.
-Los huevos. Los huevos. –El joven miraba el panel de botones a través de sus gafas. Resbalaban por su nariz, siempre que el cabello se le empapaba sucedía lo mismo.
Pero el ascensor ya llegaba a su planta, la catorce. La misma que había elegido en el panel de botones, y a la que se dirigía. Eso, antes de acordarse de que hoy vendría Ivet y que quería hacerle spagetti carbonara. Los huevos.
Perfecto, ahora hasta arriba y a volver a bajar. Seguía apretando el cero, más por frustración que por otra cosa. Y después sube otra vez a casa y ponte a cocinar. Tampoco quedaba mucho tiempo hasta que ella llegue. Y quería preparar unas velas o algo así romántico. De estas cosas que maquillan una cena bastante cutre, en un piso alquilado, con comida barata, y con un vino que no pasa de los cinco euros.
Ya iba por la planta trece.
Una vez más, su cerebro cometió la traición. Acababa de sonar el timbre del mircoondas, no era la primera vez que lo oía. Porque el ascenso, hacía una perfecta imitación cada vez que llegaba a la planta donde se tenía que detener. Pensó en palomitas recién hechas.
Pero todo esto es lo de menos. Es un pensamiento fugaz que murió rápidamente, porque el otro hecho que sucedió al llegar a la planta catorce eclipsó a las palomitas, al instante; y no era para menos. El pasillo no estaba vacío. Buscó una cara conocida, pero no la encontró. Ni siquiera encontró una cara. Sino un torso.
Aquel hombre era enorme.
-Bue-nas noches. –El chico le saludó mientras el otro entraba. El extraño lo miró con unos ojos tan azules como vacilantes. Dio un paso, y quedó entre las dos puertas. Después dio dos más, y las puertas se cerraron.
-Buena jornada le deseo. –Sí, el hombre enorme saludó de forma muy extraña. Pero ojalá fuera eso lo más raro. Había algo tan inusual y estrafalario, que el joven pasó por alto lo que dijo, que ya era suficientemente extravagante. Ni siquiera se entretuvo con la típica especulación de qué haría ahí ese hombre. Si tal vez venía de visita o a llevar algún paquete, o plantas o flores a domicilio, esta última opción quizá encajara un poco. Ahora entenderéis por que.
No, la pregunta que se estaba haciendo no la pensó, casi estalla en su cerebro ¿De dónde se habrá escapado este tío?
El hombre mediría al menos dos metros, ancho de hombros y cabello y barbas rubias. Dejadas crecer, peinada lo justo para que no se desmelenara. Parecía uno de esos rockeros de los videoclips de heavy metal. Sí, habría encajado a la perfección. Si no fuera porque vestía con una sudadera ancha, gris simple y monocormática, de las de deporte de toda la vida. Nada de florescentes. Y pantalones a juego, claro; estrechos, verde hoja y con muchos bolsillos. De esos que llevan los jardineros de parques y jardines.
Y unos igualmente conjuntados mocasines.
El ascensor se detuvo. Planta doce, pero no había nadie.
-Alguien habrá picado. –El chicó rió. -¿Por qué no esperarán?
El extraño estrafalario salió. Pero eso fue lo único que hizo, porque después se quedó quieto en medio del pasillo.
-¿Qué vas a la planta baja?
El extraño se giró de golpe.
-A la calle.
Las cejas pobladas y rubias del hombre se enfurruñaron. Un profundo sí, y volvió a entrar en el ascensor. Quizá solo era muy raro. O tal vez solo necesitase un diccionario.
-¿Es usted extranjero? –Era un acento que no le resultaba familiar.
-Sí.
-¡Oh. Vaya! Yo soy de España. Un español en Nueva York. Aquí acabaremos todos, creame. –Volvió a reír; je,je,je. No quedaba muy natural, igual que esta risa escrita. -¿De dónde es usted?
Los ojos azules volvieron a mirar al chico, desde el techo del ascensor, casi.
-De este mundo, por obvio es.
El chico se quedó en silencio, pero pronto lo entendió. Empezó a reír. Aunque lo cierto es que no lo había entendido del todo, porque el hombre no lo acompañó en la broma. Seguía serio y mirándolo fijamente.
-Niëmers. –Añadió el extraño enorme.
-Me suena… de qué país? Porque no debe de ser Estados Unidos, ¿Cierto?
-Estados Unidos no. Reinos Unidos.
-¡Ah! Inglaterra.
-Eh… -Los ojos azules miraron hacia abajo y cuando se toparon con los del chico contestó con un robusto .

Pero para nada un convincente.

dilluns, 15 de febrer del 2016

El letargo de la llama


Cuando entró en la caverna lo supo, había encontrado uno, al fin.

Los frágiles copos de nieve eran más valientes que él. Se atrevían a entrar, sin vacilar si quiera, dejándose llevar tranquilamente por el viento hacia la profunda oscuridad.

El joven sabía que habían toneladas de rocas sobre su cabeza, todas las que debe de pesar una montaña. Pero aquella montaña no era una única y solitaria, más bien al contrario, formaba parte de un cúmulo. Una cordillera ancestral, cuyo nombre original quedó olvidado siglos atrás. Altas, más que las nubes, y de cumbres nevadas. Aunque sería más correcto decir heladas.
Y el joven se había internado en aquel lugar alejado del mundo. En busca de su más preciado deseo, del anhelo que había llenado su vida y que nunca creyó poder encontrar. Pero lo había hecho, esta vez estaba seguro de que era así. Tenía que ser así.

El fuego prendió con avidez, casi con el mismo entusiasmo con el que ardía su portador. Con algo más de luz, entró. La llama se revolvía con el viento que entraba y salía. Entraba y salía, sí. Sus cabellos castaños, que por entonces eran algo más largos de lo habitual, se revolvían de la misma forma que la llama, al igual que su túnica marrón. Adentro y afuera, adentro y afuera.
A cada paso que daba, la tormenta, el viento furioso y el frio entumecedor quedaban silenciados. Cada vez estaba más lejos de todo aquello, pero también de la salida. Por una parte se moría de ganas de entrar, pero también le aterrorizaba la idea. Algo así no puede tomarse a la ligera.
Ya no habían copos de nieve que marcaran el paso. Dentro, afuera. Afuera, dentro. Pero ahora, el joven lo sentía. Un viento cálido, demasiado cálido para estar en una cordillera rodeado solo de hielo y rocas. Y piedras.
Y después de empezar a bajar por un corredor, que lo llevó a otro que giraba a la derecha, lo escuchó, aunque decir que lo escuchó no es del todo acertado. Porque lo sintió.
Se asustó al principio, porque pensó que una montaña lejana se estaba viniendo abajo, porque el sonido era como el de rocas resquebrajándose o un alud. Aunque el chico se imaginaba que era parecido, porque no había escuchado ninguno nunca.
Se quedó quieto, muy quieto sin atreverse ni a respirar, y escuchó. Y entendió que no era ni un desprendimiento ni un alud, sino un ronquido.

Así es como ronca un dragón.

La caverna se hacía más estrecha a cada paso que daba, pasos que hacían ruido. Pero era absurdo preocuparse por eso, porque la caverna seguía temblando con cada expiración.
Sus pasos lo llevaron a la luz, así que ya no hacía falta la antorcha. La apagó en silencio, con todo el silencio con el que se puede apagar un fuego, porque es aparatoso y no se puede hacer con botón mágico de apagado o encendido como las máquinas modernas.
Y asomó la cabeza tímidamente por un recodo y lo vio.

Parecía mucho más pequeño de lo que era en realidad, pero pronto se dio cuenta de que sus ojos le engañaban, ya que la caverna era enorme. Podría haberse construido un palacio ahí dentro.
En el fondo, acurrucada en la pared de la caverna, estaba la ciriatura.
Se había alejado del cielo abierto del interior de la montaña, para tener algo de sombra y estar resguardada de la lluvia y la nieve. Pero incluso en la penumbra, sus escamas leflejaban la luz. Su respiración hacía cambiar el juego de brillos danzarines sobre su lomo y sus alas.

Y al joven le latía el corazón como un caballo desbocado.
Pero no le juzgeis, no os atrevais ninguno de vosotros, en ningún momento ¿Cómo estaríais en su sitación? ¡Estamos hablando de un dragón! Y no uno pequeño, precisamente.

Pues él tampoco podía creer lo que estaba viendo. Sus ojos iban de un lugar a otro, bebía cada detalle, pues tenía mucha memoria y aquel chico quería acordarse de todo. Se adentró algo más en la espaciosa caverna, tenía que acercarse más y verlo mejor.
Ahora no solo sentía la respiración en su pecho y en el suelo, lenta y acompasada, pero temible. Sino que olía el aliento de azufre del dragón ¿O sería una dragona? El chico no podía saber eso. Pero os aseguro que no le preocupaba lo más mínimo en ese momento.

Sacó su inseparable diario de la bolsa de cuero. Aunque se notaba torpe, tampoco se preocupó por eso. Pero esta vez sí que hubiese estado bien tenerlo en cuenta, porque estaba temblando como un cordero al que llevan al matadero.
Así sus dedos le fallaron.
Un sonoro golpetazo se propagó por las paredes. No le pareció que su diario se hubiese caído en plano contra la piedra, sino que hubiera hecho estallar un cañonazo dentro de la caverna.
Se quedó quieto como una estatua, más helado que la propia tundra que le había llevado hasta allí. Pero de poco sirvió.
Un crujido como el de rocas desprendiéndose, esta vez sí que eran rocas desprendiéndose, rompió aquel silencio sepulcral.
Aunque lo más preocupante de todo era que ya no se oían los ronquidos.

La llama había abandonado su letargo.